domingo, 18 de septiembre de 2011

Soportes

Se refugiaba, a veces, en su colchón de felicidad. En las tormentas, ella sabia que podía volver cuando quisiera a su colchón y revolcarse en él con una sonrisa en su rostro. 

Antes que nada quiero aclarar que hablo de un colchón vacío, un colchón sin sábanas ni almohadas. Ella no lo usaba para dormir, no le gustaba caer en la tranquilidad de la pereza y dormir largas siestas en él, siestas de días, de meses, de años, nada de eso. Ese era su refugio cuando el caos la apañaba, un lugar seguro al que podía volver, un colchón pasajero que nunca la detenía de enfrentarse a los desafíos que su vida le daba a diario. 

Cuando los miedos, rencores y tristezas se apañaban a un costadito de su corazón ella explotaba, aullaba, arañaba, corría y gritaba. Era consciente de sus penas, las padecía como toda persona normal. El hecho de saber que tenía a su disposición una sonrisa auténtica bajo su manga no era motivo para abusar de ella. No. Sabía que estaba y que ese espacio la identificaba, la fortalecía, la hacía constante, habitada, intensa, feliz. No quería recurrir a él para no sentir el dolor. Quería padecer y sufrir para encontrarse viva al regresar a su colchón de felicidad constante. 

Como las montañas se disfrutan mucho más cuando el observador sabe que tiene que volver a su hogar, ella disfrutaba llenándose del día a día, con sus posibles tropezones, a sabiendas de que existía una parte de ella esperándola en su mente, una parte que la sentía como un cálido abrazo de madre o unas palabras de amigo. 

Cierto día se encontró triste en un rincón de su alma, si es que aquello existe. Añoranzas por tiempos de juventud perdidos vinieron a ella y se proyectaron en su piel en forma de temblores. Las lagrimas caían a borbotones y no podía detenerlas. Mejor dicho, no quería detenerlas. 

La pena la atormentaba, quería volver a la simpleza de su infancia, donde los juegos se daban con mayor frecuencia y donde las mentiras eran travesuras de niños. Aquella infancia donde el hecho de embarrarse, era un sinónimo de diversión y no de enfado, donde tropezarse, era el resultado de andar y no un motivo para abandonar la marcha y donde reírse, era el esencia de una vida escasa de miedos y no un compromiso de aceptación social. 

En aquel momento donde la añoranza cortaba su respiración se dio cuenta que todavía contaba con su viejo colchón, que como siempre, haría que su pena desaparezca rápidamente, permitiendo darse un banquete con los bocados mas sabrosos de aceptación, paz y tranquilidad. 

Pero su ego esta vez fue más allá. No quiso usar su colchón, quiso sumergirse en el gozo del dolor, aceptarlo, sentirlo, recorrerlo y buscar en lo más profundo de su ser, el motivo que causaba la desdicha. 

Fue entonces que cerró sus ojos y dejó fluir el llanto. Una mano invisible se cerró sobre su garganta y oprimió su pecho. Ya no pensaba para sus adentros "¡Que pare!... ¡Que se detenga por favor!". Al contrario, dejo que esa sensación de ahogo la cubriera completamente mientras ella aflojaba sus músculos y abandonaba la lucha. 

De su mente comenzaron a surgir imágenes a una velocidad increíble: Ella jugando en una plaza, tapada hasta la nariz escuchando un cuento de su padre, riendo mientras jugaba a las cartas, llorando por un globo fugitivo y abriendo de par en par los ojos al ver un algodón de azúcar gigante. 

Todas y cada una de las escenas de su niñez se acomodaron en su pecho. Sujetó fuertemente una en la que bailaba una pieza del lago de los cisnes. Su pareja: una muñeca de trapo. Aquella muñeca de trapo que la conocía mejor que nadie, a la que le contaba todos sus secretos. Ella fue la única que estuvo en sus momentos de mayor felicidad y mayor tristeza. Siempre fue su amiga hasta cuando la niña se enojaba y la dejaba en el viejo baúl. Luego, muerta de vergüenza, la recogía pidiéndole perdón por haberla abandonado. La muñeca siempre la perdonaba.

La niña seguía bailando y sonriendo con su pareja con ojos de botones. Al finalizar la pieza, abrió pesadamente los ojos. Aún los tenía rojos por las lágrimas. Llevó las manos a su cara dando paso a nuevas y renovadas lágrimas. Debajo se sus manos brilló una sonrisa tímida y, sin pensarlo dos veces, hurgó en el baúl que aún conservaba...

Se refugiaba, a veces, en su colchón de felicidad. En las tormentas, ella sabia que podía volver cuando quisiera a su colchón y revolcarse en él con una sonrisa en su rostro... en él, ya no estaba sola.

Giancarlo Sereni - 18/09/2011

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Buscando...

"Y mientras hablaba se iluminó con una amplia sonrisa: Pero si eso es lo más bonito del mundo. ¡Pero si eso es lo más bonito del mundo!


[...]


Lo más bonito del mundo. Lo había dicho una niña calva en silla de ruedas empujada por una enfermera. Ella sabía lo que era lo más bonito del mundo. Él, por el contrario, no lo sabía. ¿Cómo era posible que a su edad, con todo lo que había visto y conocido, no supiera aún qué era lo más bonito del mundo?"

El tiempo envejece deprisa - Antonio Tabucchi