jueves, 27 de mayo de 2010

El método de Zen-Kung


Tomé el empleo para ganarme unos pesos y porque en esos meses de vacaciones mis amigos viajaban a la costa y yo me quedaba en banda. Los días se hacían largos, el calor era insoportable y el acuario me sonó como una salida. Quedaba justo debajo de mi casa y el trabajo era simple. Dar de comer a los pescaditos, controlar la temperatura del agua y atender a los proveedores.

- Si alguien viene a comprar les decís que vuelvan cuando estoy yo- me había ordenado don Sanchino, que era mas lo que no estaba que lo que estaba en el negocio.

Así que yo me entretenía mirando a los pescaditos y cuando me aburría leía historietas. En aquel tiempo me había copado con una de Zen-Kung, un chino que tenía poderes, una especie de mago. El chino había desarrollado una mente capaz de mover las cosas de un lugar a otro. También tenía el poder de detenerte una avalancha si quería. Decía que el secreto de sus poderes estaba en la meditación. El tipo se concentraba y podía hacer que ocurrieran cosas. Yo me aluciné con el método y empecé a practicar. Me paraba frente a la pecera, buscaba al pescadito con mas cara de otario y le fijaba la vista. Me concentraba sin dejar de mirarlo y le decía subí, bajá, derecha, izquierda. Al principio no me daba ni bola pero yo insistía, hasta que un día ¡zas! me empezó a hacer caso. No lo podía creer, el chino tenía razón. El método funcionaba. Probé con otro y con otro hasta que los domestiqué a todos. Hasta al mas chiquito, uno de color azul brillante que era el mas turro y movedizo. Las cosas que conseguí no lo podés creer, organizaba carreras, o los hacía saltar, dar vueltas carnero en el aire y caer de nuevo en el agua. Una locura. Reconozco que me envicié y de tanto tenerlos cagando alguno se me murió, pero como el viejo no los tenía contados, zafé.

Como te dije don Sanchino no estaba nunca en el negocio, se la pasaba yendo a entregar los pedidos que le hacían por teléfono. Abría a la mañana temprano, se iba cuando yo llegaba y volvía para cerrar.

Algunas veces, que por suerte no eran muchas, te caía de golpe y ahí se me armaba el quilombo porque yo no quería que se enterara de mis poderes y de lo que hacía con los bichos. Tenía miedo de que me echara a la mierda y encima, tener que bancarme el garrón de que el hincha pelotas de mi viejo me cagara a pedos.

En general yo estaba atento. Cada tanto pispeaba por la ventana para ver si venía. Pero una vez, me agarró distraído; cayó de golpe, no sé ni de donde salió. Cuando me avivé lo tenía casi al lado. No te imaginás que momento. Justo la tortuga acuática estaba caminando en dos patas por el borde de la pecera mientras los pescaditos rojos bailaban, haciendo ronda, alrededor del un caracol. Me pegué un cagazo padre. No me preguntes por qué, ni de donde lo saqué; creo que debe ser la creatividad que te nace del terror. Me paré de golpe y grite: ¡jofaina! y los bichos como movidos por una mano mágica volvieron a sus costumbres normales. Hasta parecía que se hacían los boludos para disimular, les faltaba silbar te juro.

-¿Que te pasó pibe?- me dijo don Sanchino sobresaltado por mi grito

-Nada, estornudé señor, disculpe.- y siguió de largo para el baño.

Yo estaba en la gloria, casi me creía un Zen-Kung.

Una mañana al llegar vi una jaula con una especie de lagartija grande adentro.

-¿Y eso que es don Sanchino? le pregunté

- Eso es una iguana. Me la encargó un cliente de San Jorge y la tengo que entregar pasado mañana. No te le acerques y dejá que a esa la alimento yo.

Al rato se fue y yo me puse a mirar a la iguana de lejos, con respeto porque era fiera y parecía brava. Después me fui acercando de a poco y como estaba agrandado me dije: a esta te la domestico. La empecé a mirar fijo desde un metro mas o menos porque me daba un poco de miedo acercarme. Pero se ve que el animal era fuerte o la distancia era mucha porque ni bola. Entonces se me ocurrió una idea. La voy a narcotizar, pensé.

Fui hasta el cajón donde el viejo guardaba los cigarrillos y agarré uno. Lo encendí y empecé a echarle humo en la cara a la iguana mirándola a los ojos. Al principio reculó. Pero enseguida se plantó con la cabeza erguida. Le volví a tirar humo. Ella nada. Yo otra vez. Y ella nada. De golpe se le pusieron los ojos rojos, abrió la boca y gritó raro. Yo no me achiqué y le tiré más. Me clavó la vista como para partirme al medio de la bronca y de la nariz le entró a salir un humo azul en forma de chorros como de medio metro. Ah, chiquita, ¿querés guerra?, le dije. Aspiré el pucho bien a fondo y se lo largué bien fuerte en la jeta. Tomá, la provoqué, pa´ que tengas. Y ahí se pudrió todo. El bicho pego un alarido que se debe haber escuchado como a dos cuadras, te juro. Se paró en dos patas y no se de donde mierda le salieron dos alas que cuando las abrió hizo pelota la jaula. Yo me fui atrás del mostrador y la bestia, que se ve que estaba recaliente conmigo, se me vino encima y, no lo vas a creer, empezó a echar fuego por la boca. El cagazo que me pegué hermano, parecía que se había tragado un lanzallamas. Alcancé a pegarle un escobazo, que medio la aturdió y ahí aproveché, salí cagando para la calle, cerré la puerta con llave y rajé.

Corrí para cualquier parte como un loco. No me preguntes como llegué a la iglesia, pero cuando volví en mí, estaba arrodillado rezando frente a la virgen.

Me habré quedado como una hora escondido ahí hasta que junté coraje para salir.

Encaré para a mi casa y al llegar, dios mío, que desastre. Había tres patrulleros, dos camiones de bomberos, mi vieja, pobrecita, llorando en la calle y al lado mi viejo, con la cara de culo de siempre. Todo el barrio hacía cola para mirar. De la casa y el negocio apenas había quedado la estructura. Nada, todo quemado. Don Sanchino sentado en la vereda se agarraba la cabeza. Me fui acercando despacio. Mi viejo justo levantó la cabeza y me vio. Quedé paralizado. Me volvió a mirar como dudando de que era yo y ahí no más pegó un salto por arriba de la manguera de los bomberos y vino corriendo a abrazarme. Me besaba por toda la cara, lloraba y me decía, Luisito, hijo, creí que no habías podido salir.

¿Vos sabés lo que hacía que mi viejo no me abrazaba?

Roberto Andrés Gil
De Tempestades y Quimeras

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